La Gran Plaga de Londres
En 1665 se empezaron a registrar los primeros casos de muerte a causa de esta plaga, la cual se piensa llegó a través de barcos mercantes venidos desde Holanda. Durante esos primeros meses las muertes fueron pocas, principalmente por las altas temperaturas que hacían mucho más fácil el tema de la contención del virus.
Se cree que las primeras zonas de Londres en ser atacadas por la peste fueron la dársena localizada a las afueras de la ciudad y la parroquia de St Giles. En St Giles hubo dos muertes sospechosas en 1664, otra en febrero de 1665 y una más en el mes de abril. Sin embargo, estas muertes no fueron registradas como casos de peste hasta la primera semana de mayo. En los primeros meses de 1665, ya se estaba registrando un inusual número de fallecimientos en Londres, aunque no se tomaron medidas hasta mucho más tarde.
Con la llegada del calor, la enfermedad empezó a mostrar su lado más mortífero. Para el mes de julio, la peste ya estaba ocasionando graves estragos entre la población londinense. El funcionario Samuel Pepys narró con sumo detalle como el pánico se iba apoderando de los habitantes de la capital. En las casas afectadas por la peste aparecían frases pintadas como: ‘God preserve us all!’ (¡Dios nos proteja!). Algunos clérigos clamaban desde sus púlpitos que la peste había sido enviada por Dios como un castigo divino en respuesta a sus pecados.
El rey Carlos II (1660-1685) y su corte escaparon a la ciudad de Salisbury y de allí a Oxford en el mes de septiembre. Por el contrario, el alcalde de Londres John Lawrence junto con sus ayudantes, decidieron quedarse en la ciudad para garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Muchos negocios cerraron ante el éxodo de comerciantes y artesanos. Los clases más opulentas trataron de marcharse hacia sus residencias en el campo. Los pobres de la ciudad también trataron de escapar de la peste, aunque disponían de menos medios para empezar una nueva vida. Para salir de Londres se hizo necesario un certificado médico de buena salud firmado por el alcalde mayor. Ante la avalancha de peticiones, cada vez se hizo más difícil conseguir alguno de aquellos certificados. Según iban llegando más y más refugiados a las aldeas circundantes de Londres, sus alarmados habitantes optaron por prohibirles la entrada aun estando sanos. Otras ciudades cercanas a Londres optaron por la misma actitud por miedo al contagio, dejando abandonados a su suerte a muchos de los refugiados que huían desesperadamente.
A medida que avanzaba el verano, tan sólo un reducido número de clérigos, médicos y boticarios se mantuvieron en Londres para plantar cara a la epidemia. Los llamados ‘médicos de la peste’ no disponían de medios ni de conocimientos suficientes para hacer frente a la infección. Sus peculiares máscaras con lentes de vidrio y pico de pájaro no les sirvieron de gran cosa para minimizar el contagio. Los cementerios de la ciudad empezaron a llenarse y se hubo de improvisar numerosas fosas comunes para poder dar sepultura a los fallecidos.
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